Como si el tiempo no hubiera pasado, la intransigencia de la Guerra Fría se cierne sobre las Olimpíadas Universitarias.

«No mezclemos política con deporte». Frase remanida como pocas, es más un deseo de líricos o avivados, que una realidad tangible. En la práctica diaria «política» y «deporte» caminan de la mano, tanto en los asuntos domésticos como en la geopolítica, y es casi imposible separarlos. Son los grandes eventos deportivos, la prueba mayor y el ejemplo perfecto para demostrar el vínculo. No casualmente todo país que se precie, aspira a organizarlos.

Es cierto que en claustros pequeños aún subsiste una mirada del deporte como distractor de la lucha de clases, un implemento de la oligarquía para entretener a la clase trabajadora: como si el deporte fuese el nuevo opio del pueblo. Aún así, esa idea está condenada a la extinción. El deporte profesional competitivo es un evento cultural en las sociedades modernas y no necesariamente carece de contenido. La globalización del deporte transformó a los atletas en líderes comunicacionales y los políticos lo utilizan para posicionarse ellos y a la «marca país». Los mensajes terminan cobrando otra dimensión al ser emitido por los deportista. John Carlos y Tommie Smith fueron los primeros en entender el poder de la victoria deportiva. Sus puños en alza, en apoyo al Black Power, durante la ceremonia de premiación en los Juegos Olímpicos de México de 1968, fueron una muestra de rebeldía que se transformó en legado universal

No sólo los individuos dan mensajes políticos a través del deporte, los países también. En pleno auge de la Guerra Fría, el boicot fue moneda corriente. Los representantes del capitalismo, con Estados Unidos a la cabeza, se ausentaron de los Juegos Olímpicos de Moscú 80 (argumentando que la presencia comunista en Afganistán violaba las leyes internacionales) y el bloque soviético no concurrió a Los Ángeles 84 (reclamando que no se le brindaba garantías suficientes para sus atletas). Como si el tiempo no hubiera pasado, el muro no hubiese caído y el capitalismo no dominase el mundo, treinta años después siguen replicándose posturas. Hace unos días, Corea del Norte decidió bajarse, a último momento, de los Juegos Olímpicos Universitarios en Gwangju (Corea del Sur). 

La disputa entre ambas Coreas data de la Segunda Guerra Mundial. Una vez concluida la contienda, la península que estaba ocupada por Japón desde 1910, fue dividida en dos por las potencias triunfantes: el Norte quedó bajo dominio de la Unión Soviética y el Sur de Estados Unidos. Se estableció, de esta manera, la República Popular de Corea del Norte y la República Democrática de Corea del Sur, ambas gobernadas por férreas dictaduras militares (comunistas y pro-norteamericanas respectivamente). Años después, el triunfo de la revolución comunista en la lindante China, en octubre de 1949, alteró el frágil equilibrio. En junio de 1950, las tropas rojas de Kim Il Sung atravesaron la frontera y avanzaron hacia el sur. Con idas y vueltas en cuanto a dominio territorial, el conflicto bélico duró tres años. Hasta julio de 1953, cuando se firmó el Armisticio en Panmunjong, donde se acordó una nueva línea de demarcación intransitable que serpentearía el paralelo 38º. Curiosamente esa medida común para la época, se mantiene inalterable pese al paso de los años y a los cambios geopolíticos reinantes.  

A un mes del inicio de la competencia y vía correo electrónico dirigido a su par surcoreano (encargado de la organización), Jon Kuk-man, presidente de su asociación deportiva universitaria norcoreana, canceló la concurrencia a los Juegos Olímpicos Universitarios, con una delegación de 75 atletas y 33 funcionarios. Adujo como motivo principal la reciente apertura de una oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en Seúl, con el fin de monitorear y documentar la situación que vive su vecino país del Norte. Hay que recordar que según las Naciones Unidas (ONU), Corea del Norte es, en la actualidad, uno de los países con mayor índice de violaciones a los DD HH.

Esta medida tiene una alta repercusión política, ya que es de público conocimiento la afinidad del dictador Kim hacia el deporte. Remontándose al pasado más cercano, el vecino país comunista había participado de las últimas tres competencias relevantes organizadas por Corea del Sur: la Universiada de Daegu 2003 y los Juegos Asiáticos de Busan 2002 e Incheon 2014. La decisión enfría la relación entre ambos gobiernos, a meses de haberse cumplido el setenta aniversario de la liberación peninsular del dominio imperial japonés. Las autoridades surcoreanas, hasta último momento, esperaron el arrepentimiento de sus pares peninsulares, pero este nunca llegó. Actualmente, están disponibles en la villa olímpica los lugares asignados a la delegación norcoreana que nunca fueron ocupados. 

En la historia de la federación internacional del deporte universitario (Fisu) y de las Universiadas, hubo momentos donde la política y el deporte caminaron de la mano. Las de Sheffield 1991 marcaron un hito histórico, cuando las delegaciones alemanas occidentales y orientales desfilaron, por primera vez, reunificadas bajo una misma bandera. En Gwangju 2015, se intentó generar un efecto similar en el desfile, al cumplirse el setenta aniversario de la liberación de la Península del yugo japonés. El anuncio de Pyongyang inhabilitó la idea. Política y deporte siempre se mezclan, ahora no necesariamente van de la mano. Si lo sabrán los coreanos.

Por Juan Manuel Herbella para Informe Escaleno